sábado, 12 de enero de 2008


¿Y qué será de la
cultura universitaria?

José Ignacio Cabrujas. Extraído de “El país según Cabrujas".

Confieso que por razones exclusivamente personales la noticia me conmovió, como pocas en los últimos años, y si me atrevo a expresarlo, arriesgándome a una imprecisión o quién sabe si a un infundio, es con la esperanza reverencial de estar equivocado, de que alguien me haya engañado, de que la actual directora de Cultura de la UCV o el mismísimo rector Fuenmayor, papeles en mano, me desmientan o me califiquen de ligero y errático. Porque no puedo concebir, ni entender, ni mucho menos imaginar, según me han informado conspicuos miembros del Teatro Universitario, que el presupuesto de esa institución, donde este ciudadano vivió sus más espléndidos días, al calor de todas las oportunidades y al amparo de mejores recursos, donde estrené con orgullo y hasta la magnificencia del caso, mi primera pieza, dirigida por el mejor de mis maestros, donde aprendí el escenario y todas las maneras que me hicieron menos rucio, alcance en estos momentos la ridícula y pachotera suma de Bs. 35.000 (bolívares, treinta y cinco mil) anuales, una cifra haitiana digna de figurar en el catálogo de las barbaridades regionales.

¡Treinta y cinco mil bolívares anuales! ¡Noventa y cinco diarios!, algo así como los gastos de mantenimiento semestral de la Pulpería Mi Rinconcito, atendida por su propio dueño, el Búfalo Solórzano. ¡2.916 (dos mil novecientos dieciséis) monedillas mensuales!, incapaces de cubrir el simple café de los trasnochos durante los ensayos generales, en un país donde las Obras seleccionadas de Lope de Vega cuestan 14 mil bolívares, vale decir, un tercio de lo que este lugar que espanta la sombra, entiende nada menos que por Su Teatro.

Estamos pues ante la absoluta consagración del desprecio, ante el bochorno abrumador de mi familia, de la casa donde me recibieron, presenciando impávidos, treinta años después, la condena de una institución de extraordinaria trayectoria a la nadería absoluta, a la existencia nominal de tarantín que poseía en 1930, cuando era apenas una excusa de aficionados al carboncillo y a la guasa. Desde luego que antes de decirle una pesadez al rector Fuenmayor, cabeza visible de la Universidad Central y de semejantes bochornos, provoca sacarse la correa y darle dos cuerazos a los actuales integrantes del Teatro Universitario, por resignados y sometidos. Pero al mismo tiempo es necesario dejar claro que esta condición de trasto inútil, en una Universidad donde se gasta en papel higiénico trescientas veces más que en arte, caracteriza no sólo a ese grupo escénico, sino a toda la actividad cultural que, hoy por hoy, se realiza en lo que tiene a bien llamarse nuestra primera casa de estudios. El desmantelamiento del Teatro Universitario no es más que la muestra de una política empeñosa y coherente, mediante la cual se ha hecho costumbre en la UCV no otorgarle la menor dignidad a quienes allí hacen algo por el arte en cualquiera de sus manifestaciones. Fuenmayor, quien por cierto, no es el inventor de esta barbarie, sino uno de sus fieles herederos, declara con periodicidad solar que la insuficiencia del presupuesto universitario es un acontecimiento crónico, como la elipse de Venus, y en el rabo de cada uno de sus diagnósticos desliza de jueves en jueves, la amenaza de un paro vengador que dejaría las anteriores huelgas reducidas a la condición de modestos ensayos preparatorios. Tiene uno la sospecha de que no hay dinero en este mundo capaz de solucionar los percances administrativos de la institución, sobre todo si se toma en cuenta que el sueldo de un profesor universitario, digamos, el señor que enseña Análisis II en Ingeniería debería ser mayor que el de un actor de telenovelas, por hablar de algo cercano y pertinente. El esquema de la dignidad, como retribución a la trascendencia de lo que hago, carece en ese sentido de límites. Siempre es poco si se piensa en José María Vargas, o en los afanes de don Andrés Bello o en Mister Chips, el formador de adolescentes, o en las luchas del doctor Villalba con motivo de Beatriz I. Análisis II tendría que concebir su vida cotidiana como acto exquisito donde el caviar de Beluga sustituya a los diablitos Underwood, y el espumante Asti a la rutina Chinotto. Menos que eso es infamia y no hay la menor ironía al decirlo. No hay salario capaz de expresar la actividad de un educador y la dedicación al aula y sus tormentos. No hay invento, ni tecnología ni maquinita que la Universidad Central de Venezuela no deba incorporar a sus activos, ni comodidad que sus docentes no deban disfrutar de inmediato. Regatear recursos y ponerse a discutir si la tiza en la Facultad de Medicina debe ser inglesa o nacional, hecha en Cagua, de la que se rompe cuando el profesor hace un énfasis emotivo mientras dibuja el hueso parietal, no tiene el menor sentido. Es mejor que sea inglesa, no vaya a morirse un fracturado errático porque el traumatólogo en su época divisó incorrectamente ese parietal cuando se lo dibujaron en el aula. Así, los educadores deberían despertarse entre pajarillos y verdores, envueltos en sedas y concentrados en la faena del día, en las explicaciones del fideicomiso según Bertram, o en la nueva conducta de los polímeros, o en cómo transmitir el escepticismo relevante del Acto Tercero del Timón de Atenas. Y de allí al Ferrari estacionado en el jardín de la residencia, un automóvil que no plantea el tedio de un carburador insuficiente u obstruido. Y del Ferrari, al aula tras un cafecito servido en el salón VIP de Arquitectura, acompañado de murmullos y vivaldis.

Todos estamos dispuestos a acompañar al rector, en estas o en otras reinvidicaciones, o en lo que desee, a la hora de estimar cabalmente la orgullosa condición de un profesor universitario. No hay límites en ese sentido, porque la tradición del docente paupérrimo, del maestro abnegado poseedor de dos trajecitos de culo brilloso, pertenece al siglo XIX, junto con la del artista bohemio y la figura de Balzac escapando de los cobradores. Pero al mismo tiempo, no es la Universidad un lugar de facultades y escuelas exclusivamente, sino un verdadero ambiente de formación humana, un sitio en mitad de la vida y de las ideas y de las expresiones de esas ideas, un espacio privilegiado por lo que tiene de especial y magnífico. Años atrás, cuando el servidor estudiaba Derecho, en el Siglo de Oro, cuando el rector era De Venanzi y el director de Cultura, el legendario Gallegos Ortiz (¿existió realmente Gallegos Ortiz?), la actividad artística de la Universidad Central era un verdadero fundamento. Lamento expresarlo así, porque este tipo de recuerdos lo hacen a uno viejito y qué tiempos aquellos señor don Simón, pero mi memoria me hace recordar a Igor Stravinsky, en el Aula Magna, revisando su obra al frente de la Orquesta Sinfónica de Venezuela, a Vittorio Gassman, deslumbrando a la comunidad a la hora de recitar Dostoyevsky y Melvilla, a Pablo Casals dirigiendo la más deslumbrante versión del Concierto número 3 para piano y orquesta de Beethoven, que este melómano haya escuchado en su vida, a Serge Lifar, pronunciando una conferencia en la Sala de Conciertos, nada menos que sobre el origen de la coreografía y su relación con los protocolos de Luis XIV. ¡Serge Lifar! ¡El heredero de Nijinsky! Dando pasitos en ese formidable espacio, la más formidable acústica de todo este país, hoy en día, convertida en lugar de goterones, en Caucagüita de bombillitas, por obra y gracia de la indolencia y el menosprecio de quienes han regentado la UCV en estos últimos años. ¡Rostropovich, cuando era comunista, interpretando Debussy, y uno en la butaca preguntándose cómo un violonchelo podía sonar tan duro! ¡Magda Olivero, el monumento viviente del verismo italiano, asesinando a Scarpia en el segundo acto de Tosca! ¡Gerard Phillippe, de visita en el Teatro Universitario y nosotros, los que en ese momento vivíamos ese deslumbramiento, esa honra que fue pertenecer a semejante maravilla, mostrándole los móviles de Calder y escuchándole el relato de cómo diablos hizo para personificar a Lorenzaccio.

¿Cómo podría este servidor, explicar su vida, hablar de mí mismo sin estas experiencias?, ¿No fueron metas, estímulos, entusiasmos que iban más allá de la arepera Olivia? ¿Puede la UCV renunciar a esta condición protagónica, natural, muchísimo más trascendente que cuatro
ministerios de Cultura y una docena de José Antonio Abreu?

Así ha ocurrido. Pero no sólo con aquello que nos conectaba al mundo, a la gloria de un arte bien hecho, a la Filarmónica de Moscú atrapándonos con la Segunda Sinfonía de Sibelius o a Leonard Bernstein creando un delirio en el Aula Magna al concluir la Cuarta Sinfonía de Tchaikovsky. Lo peor ahora, cuando el dólar nos aleja de los monumentos, de las delicatesses culturales, es la pertinaz mediocrización de los grupos universitarios capaces de hacer arte. Ciertamente, el Orfeón atraviesa un momento espléndido, mérito de sus directores e integrantes, ciertamente cantan de maravilla y gracias a Dios se han alejado del CompaeFacundo y del Sancocho de Huesito y de la Escuela de Santa Capilla, para incursionar en otra aventura. Pero, ¿quién lo sabe? ¿A quién le consta? ¿Quièn los promociona y los hace importantes, más allá de la boinita y de cantarle el Himno a los togados? Y si se observan, las otras actividades culturales, especialmente la que me duele por vida y por agradecimiento, esto es, el Teatro Universitario, ¿en qué se han convertido, sino en grupos marginales, prácticamente damnificados, dotados de presupuestos irrisorios, carentes de la menor ambición, de la menor presencia en la UCV, por no hablar del país? ¿Qué exposición de artes plásticas puede recordar el lector durante estos años en la Galería de Arte Universitaria? Uno entra a la Galería de Arte Universitaria y de un momento a otro, puede encontrar una totuma y un maruto, de tan antropológico que se ha vuelto el sitio.

Hasta allí no llegan las reinvindicaciones del rector. La cultura universitaria, un polo, un espacio, que por razones de sobrevivencia debería estar a un lado de la política cultural del Estado, bien para complementarla o bien para contradecirla, que ambas posibilidades son sanas, literalmente no existe, no figuran en las protestas de Fuenmayor, como no sea la reparación del Aula Magna, que no es un problema de arte, sino de simple sentido común.

Así, la Universidad ha creado una Escuela de Arte, que en el fondo es una farsa, puestoque su actividad transcurre en un sitio donde no hay arte, una escuela errabunda, precaria, sin espacio definido ni objetivos reales. Una Escuela de Arte donde se enseña teatro, sin que exista un teatro, donde se enseña música, sin que existan instrumentos o agrupaciones de música, donde se enseña cine sin que exista una cámara ni la posibilidad de hacer una foto. Una Escuela de Arte, paralela eterna de la Dirección de Cultura, en el sentido de dos líneas incapaces de encontrarse en alguna parte.



Recorre uno, entonces, las instalaciones de la UCV, los amplios pasillos, la plaza del Rectorado, los todavía hermosos jardines, la vieja fábrica de licenciados y doctores. Ahora es un sitio austero, inerte y en el fondo carente de noticias. Un lugar de paso, donde no conviene quedarse. Día a día, pende una huelga, un paro, una protesta reinvindicadora que trata de encontrar su pasado, su tradición de lugar de luchas, cada vez más distante y menos explicable. Ese lugar me hizo, para bien o para mal. Quien esto escribe siente orgullo al decirlo. Quien esto escribe, renunció a ser estudiante de Derecho, en 1960, y encontró en el Teatro Universitario, dirigido por mi maestro Nicolás Curiel, una mejor vida que la que me ofrecían mis profesores abogados. Mi autoridad fue el director de Cultura, Gallegos Ortiz, Jesús Carmona: ellos representaron al rector, al Consejo Académico, al claustro de la enseñanza. Nunca me dieron un diploma, a Dios gracias, ni la meta fue, vestirme de zamurito y colocarme un birrete, para enseñarle la foto a mi mamá o a mi novia.

No. La Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela me regaló mi oficio. Soy un graduado de ella.

Y por eso, protesto.



Domingo, 15 de
septiembre de 1991



José Ignacio Cabrujas. Extraído de “El
país según Cabrujas”.