domingo, 8 de febrero de 2009

GOMBRICH “Las humanidades en pie de guerra: la Universidad en crisis”

GOMBRICH, Ernst. (1997). Temas de nuestro tiempo. Propuestas del siglo XX acerca del saber y del arte. Madrid: Debate.


“Las humanidades en pie de guerra: la Universidad en crisis” (pp. 25-35)


Discurso pronunciado en la Conferencia de Educación del Norte de Inglaterra, Chester, enero de 1985.


Los puntos de vista que voy a expresar son los de una persona relativamente extraña. No he sido educado en este país, y el conocimiento desigual que puedo haber adquirido del sistema educativo inglés durante mi vida académica ciertamente no se extiende más allá del terreno universitario. Sin embargo, al leer debates sobre el futuro de la educación superior me ha parecido que había un punto de vista que rara vez o nunca se expresaba con la fuerza suficiente, punto de vista que resultaba ser el mío. No lo inventé yo: lo encontré perfectamente formulado cuando me ofrecieron por primera vez el puesto de lector en la universidad de Londres hace casi treinta años. Saqué el contrato de mis archivos y vi lo que mi Universidad consideraba las obligaciones del futuro lector. El deber del lector, dice, era o es «Hacer todo lo que esté en sus manos para promover, por medio de la investigación o de cualquier otro modo, el avance de su especialidad». Supongo que legalmente mi obligación de hacerlo terminaba en el momento en que me retirase de la universidad, pero quizá el título de un académico es lo que se conoce en la ley canónica como un character indelebilis; como un sacerdote que ha sido ordenado, no puede despojarse enteramente de su tarea. Por tanto, sigo teniendo que hacer todo lo que esté en mi mano para «promover, por medio de la investigación o de otra forma, el avance de mi especialidad», la historia del arte y de las ideas; en otras palabras, las humanidades. La obligación incluye, como ya habrán advertido, el empleo de otros medios, además de la investigación, como por ejemplo, creo, promover el avance de mi especialidad en esta conferencia educativa.


Lo que voy a decir con tanta convicción como sea posible es que la principal lealtad del académico será y habrá de ser la lealtad a su especialidad. Déjenme apresurarme a asegurarles que esa necesidad no supone lo que se llama una actitud enclaustrada o un retiro hacia míticas torres de marfil. No podemos pretender estar haciendo todo lo que está en nuestras manos para promover el avance de nuestra especialidad a menos que lo enseñemos, pues ¿qué ocurriría con ella si morimos o nos retiramos? Nuestra lealtad exige sin duda que ha de ser nuestra principal preocupación asegurarnos de ese avance transmitiendo no sólo nuestros conocimientos sino actitudes de investigación a los que desean escucharnos. Son ellos los que promoverán la especialidad en el futuro.


Tampoco diré que esa lealtad se detiene en la puerta de la clase. El avance de la especialidad depende, y no en pequeña medida, del respeto que consiga entre los colegas y, en último término, también en el mundo en general. Escribir libros, dar conferencias, hacer reseñas, incluso participar en debates públicos, no ha de verse como una autopromoción; todo ello puede ayudar a la suprema obligación que he descrito, puede atraer el interés y hacer que la gente vea que el tema no debe ser desvirtuado ni sacrificado a otras consideraciones. Los últimos años me han convencido no sólo de la importancia sino también de la dificultad de esta tarea.

Hace algún tiempo tuve el privilegio de sentarme, durante un acto social, junto a un ministro del gabinete. Naturalmente, no quise ahorrarle mis preocupaciones, pero no le convencí. No veía, fue su escueta respuesta, por qué las universidades no tendrían que hacer sacrificios cuando a todo el mundo se le pedía que los hiciera. Me rendí. Sabía que no iba a ser capaz de hacerle comprender que lo que decía no tenía sentido. No es a las universidades a las que se les pide que hagan sacrificios, sino a todos los que se hubieran beneficiado de asistir a ellas. Todos conocemos al hombre del Moloch en cuyo altar han de ser inmolados; se llama «sociedad». Durante una de nuestras periódicas revueltas estudiantiles, una atractiva y dispuesta joven vino a entrevistarme para un periódico estudiantil; cuando mencioné el peligro –felizmente evitado—de que un puesto de papirología quedase congelado en mi Universidad, ella contestó sinceramente: «Pero ¿y si la sociedad no se interesa por la papirología?» Verdaderamente, ¿y qué? Ciertamente, es difícil imaginar cómo la sociedad va a expresar su deseo en semejantes asuntos. ¿Por medio de un referéndum? ¿Con algaradas de Trafalgar Square o con manifiestos? Pero ¿cómo podría darse cuenta el votante de que ese arcano tema podría en cualquier momento transformar el panorama de nuestra herencia cultural del mismo modo que lo transformó en el pasado? Un libro sobre ciencia política que no tenga en cuenta el tratado de Aristóteles sobre la constitución de Atenas encontrado en un papiro es tan incompleto como lo es un informe sobre la comedia en Europa que no hable de los fragmentos recientemente descifrados de Menandro, el gran comediógrafo que sigue siendo el origen de esta tradición.

No era una petición estéril que se nos pidiese que hiciéramos avanzar nuestra especialidad. Para bien o para mal, las humanidades sólo pueden avanzar o hundirse. No son más capaces de mantenerse en pie de lo que lo es una bicicleta. Fue chocante leer que el nexo entre la enseñanza y la investigación podría tener que abandonarse. Ocurra lo que ocurra en otros campos, un curso sobre cualquiera de las humanidades no puede confiarse a empollones. Los que no pueden hacer avanzar el tema no deberían encontrar nunca un trabajo en la enseñanza superior. Lo que el estudiante debería aprender, como un amigo mío dijo una vez sucintamente, son hechos y dudas1. Para los hechos, solamente ha de aprender de memoria libros de texto. Pero las dudas deben ser propuestas e inspiradas por los que trabajan en las fronteras del conocimiento y han reexaminado las pruebas, papirológicas o no. Por tanto, un tema que no avanza se pudre y se atrofia. El historiador sabe lo que les ocurre a las sociedades en las que la educación se reduce a la enseñanza rutinaria y se frunce el ceño ante las ideas nuevas. Esperar que podamos mantener nuestra ciencia y tecnología avanzando mientras condenamos las humanidades a la asfixia es peor que una ingenuidad. E igual que la ciencia y la tecnología necesitan de laboratorios e instrumentos, del mismo modo las humanidades no pueden cumplir su función sin la herramienta más importante, las bibliotecas, sin las cuales no podemos promover el avance de nuestra especialidad. Cualquier recorte en el presupuesto de una biblioteca necesariamente retrasará o impedirá ese avance. La reducción del personal probablemente hará disminuir las horas de apertura o aumentar el tiempo necesario para catalogar, encuadernar y poner un título a disposición de los usuarios. Y cualquier recorte en fondos para compras tendrá seguramente como resultado daños irreparables. Una biblioteca en la que los periódicos no están completos o en la que se descuidan las nuevas publicaciones es como un concierto importante en el que faltan teclas o cuerdas. Es inútil; pero mientras que el piano posiblemente será reparado, es difícil que las lagunas de las bibliotecas se rellenen, incluso después de que los días de vacas flacas acaben. Ya no servirán para cubrir las necesidades de los estudiosos.

De acuerdo con que no todo lo que se edita merece la pena. Yo mismo me he reído a veces de la industria académica y del flujo de publicaciones innecesarias; también soy consciente de la atracción de las modas intelectuales que dan lugar a un volumen siempre creciente de necedades de moda que amenazan a las humanidades desde dentro. Pero a menos que queramos convertir a nuestros bibliotecarios en censores, tenemos que ser capaces de convertirnos en nuestros propios jueces. Permitir a los demás que nos digan lo que tenemos que enseñar o aprender sería delegar nuestra responsabilidad principal.

Me alegra poder reconocer que el secretario de estado para la Educación haya sido un firme abogado de la historia y de su enseñanza en la escuela2. Pero a menos que enseñemos a los profesores no sólo hechos, sino también dudas saludables, sus lecciones pueden pronto reducirse al nivel de «1066 y todo lo demás», o, peor aún, convertir a la historia en una herramienta de propaganda. Después de todo, sabemos que una actitud informada y crítica es el único antídoto viable que tenemos contra el peligro que ha amenazado y sigue amenazando la perspectiva racional de generaciones enteras que están intoxicadas por la falsa historia. Por la misma razón, no me gustó mucho leer que en su declaración había puesto tanto énfasis en la historia política. El pensamiento político, ¿no tiene historia? ¿No la tienen el arte y la ciencia, o quizá la educación? En cada uno de esos campos, la dimensión añadida del tiempo nos permitirá ver el tema en su totalidad; por así decirlo, en estéreo en lugar de en mono.

Que nadie diga que los beneficios de esta visión mejorada han de quedar confinados así a la llamada élite. Debemos creer y creemos que lo que enseñamos o escribimos entrará en el torrente sanguíneo de nuestra civilización y acelerará su pulso. La comunicación a través de los medios de masas ha aumentado enormemente durante los últimos treinta años, y aunque también ha conducido a que circulen insensateces y cosas peores, ha conseguido que millones de personas se pongan en contacto con los más recientes avances. Piensen en sir Mortimer Wheeler y su habilidad en despertar el interés por su tema –la arqueología--, por mencionarle a uno entre los maestros de la comunicación.

Sé que nadie quiere detener un trabajo tan positivo, con tal de no tener que ser el que encuentra el dinero necesario. Pero aquí está, claro, la dificultad. He aprendido de mi amigo Karl Popper que los que tienen el poder de decisión deben en primer lugar estar atentos a las consecuencias inesperadas de sus políticas, y éstas, admitirán ustedes, son ciertamente preocupantes. Los hechos básicos son bastante sencillos: el gobierno desea contener o reducir el gasto en educación superior, y se lo ha comunicado al comité de becas de la universidad en términos que a menudo han sugerido que les gustaría ver «un desplazamiento hacia cursos tecnológicos, científicos o de ingeniería y hacia otras formas vocacionalmente relevantes de estudio»3. No es difícil ver que, dados los límites de las subvenciones, tal desplazamiento sólo puede llevarse a cabo a expensas de otros campos, sobre todo las artes y las ciencias sociales.

Ha habido respuestas excelentes a esta petición por parte de la Academia Británica4 y de la Asociación de Profesores Universitarios5. La primera ha recordado al gobierno que lo que necesitamos no es sólo una Gran Bretaña económicamente viable, sino una Gran Bretaña civilizada; los segundos han deplorado acertadamente «la continua devaluación de la contribución hecha a la nación por las artes y las ciencias sociales». Pero no voy a repetir estos argumentos aquí, porque no veo cómo ellos solos podrían triunfar.

Por mi parte, creo que sería más seguro para todos nosotros, los que somos leales a las humanidades, enfrentarnos abiertamente a los peligros. Después de todo, como dijo el doctor Johnson, «cuando un hombre sabe que va a ser colgado en quince días, es capaz de concentrarse mucho mentalmente». Desde este punto de vista, estoy seguro de que sería recomendable para nosotros creer en nuestra próxima ejecución: quizá hubiese una huida de último minuto del lazo, o, mejor, del hacha; el ejercicio no nos haría ningún daño.

No se sorprenderán al oírme decir que debemos concentrarnos mentalmente. Incluso en una crisis financiera debemos, en las palabras que he citado antes, «hacer todo lo que esté en nuestras manos para promover, por medio de la investigación, o de cualquier otro modo, el avance de nuestra especialidad». Cualquier cosa que no contribuya a este fin debe ser eliminada, mientras no comprometa nuestras lealtades. No es que a mí me guste eliminar cosas. He aprendido a apreciar el sistema de educación superior de este país, y aunque no deje de ser crítico con algunos de sus aspectos, no estoy seguro de que fuese fácil mejorarlo. Pero se nos ha dicho, quizá por última vez en boca de lord Flower6, que las universidades tendrán que ser flexibles, y la flexibilidad requiere reflexión sobre las prioridades. Aquí está, por supuesto, la cuestión de los sacrificios necesarios a los que inevitablemente debemos enfrentarnos. Durante siglos, nuestras instituciones de educación superior se han desarrollado para convertirse en instrumentos muy bien afinados en los que todas las exigencias conflictivas que se les hacen parecen tener un equilibrio tan frágil que nada puede ser fácilmente omitido o incluso añadido sin hacer un grave daño al resto. He aquí pues la protesta que inevitablemente surge cuando cualquier parte del sistema es amenazada. Hemos visto a los que están ansiosos por ahorrar el dinero del contribuyente contemplando el majestuoso edificio desde todos sus lados con un hacha o cizallas en la mano, estremeciéndose ante el coste de los terrenos en una apetecible zona de la ciudad, ante los gastos de una proporción baja entre estudiantes y profesores, ante el sistema de arrendamientos, y, por supuesto, por los gastos de las becas de los estudiantes, haciendo que nuestra carne cruja por el coste per capita de cada estudiante que se sienta en una clase.


No es mi función estudiar estos cálculos, ni sería capaz de justificar mis sospechas de que a menudo son falsos. Estoy convencido de que nuestros pagadores buscan el negocio en el peor sentido de la palabra, y que no nos será fácil suavizar su empeño, ya mediante fútiles manifestaciones, ya, incluso, con razonadas peticiones. Por tanto, cada una de las facultades de las universidades tiene que decidir qué parte de su presupuesto considera reducible con el menor daño posible al proceso educativo. Esto no puede hacerse en términos abstractos. Las consecuencias de tales amputaciones sólo pueden evaluarse mirando más allá de las fronteras de Inglaterra al modo en cómo están organizadas las cosas en otros países, sin olvidar a Escocia.

Como todo el mundo sabe, hay una característica en la educación superior en este país, desarrollada principalmente en las antiguas universidades, que es única en el mundo. Me refiero naturalmente al sistema de tutorías. Por desgracia, también es una de las características más caras de nuestras instituciones, y ha habido gran cantidad de intentos por eliminarla. Hablando aquí, como siempre, de mi especialidad, creo que debemos pensar en la conservación de la tutoría individual como una prioridad máxima, al menos mientras el estudiante se comprometa en compartir nuestra búsqueda. Pero también debemos ser realistas y admitir que ese compromiso no es necesariamente la regla entre los que solicitan plazas.

No quiero parecer satírico al hablar de un asunto tan vital, pero creo que se puede decir que una de las funciones para las cuales existen nuestras universidades en la mente pública puede ser descrita en términos arqueológicos como un rito de paso. Al igual que muchas tribus del mundo separan a los adolescentes en cabañas especialmente diseñadas antes de pasar por las difíciles ordalías de iniciación al mundo adulto, del mismo modo nosotros hemos establecido lo que me gusta llamar campos juveniles, donde los jóvenes de determinados sectores de la sociedad se albergan y someten tras un determinado período a la ordalía de los así llamados «finales».

No tengo razones para dudar de que los ritos de pubertad cumplen una función en la vida de las sociedades tribales, y sé que lo mismo puede valer para nuestros hermosos campos juveniles. Junto al sistema de tutorías, que consiste en una estrecha relación entre profesor y alumno, nada es más importante, al fin y al cabo, que el contacto con nuestros iguales. Hemos aprendido al menos tanto de nuestros compañeros de estudio como de las clases, y la idea de una comunidad de enseñantes no es algo de lo que debamos burlarnos. Pero está claro que, desde el punto de vista de mi especialidad, la ventaja cuesta un alto precio. No sólo es caro mantener esos campos juveniles, con sus dormitorios, reflectorios, salas y zonas recreativas; sus altos costes repercuten en el proceso de enseñanza: imponen límites estrictos a las admisiones, a la longitud del curso y a la valoración de los resultados.

He llamado «ordalías» a los exámenes finales no porque sean necesariamente temibles, sino porque comparten con la auténtica ordalía su cualidad de definitiva. Pues en su sentido original, claro, el término denota un método de decisión entre culpa e inocencia que somete a la persona sospechosa a una prueba física cargada de peligros, como meter la mano en agua hirviendo, caminar sobre carbones ardiendo o ser arrojado a un estanque atado de pies y manos. Dios vería que el inocente salía de allí sin daño y que el culpable mostraba las cicatrices. Me apresuro a confesar que yo mismo he participado en la clasificación de los exámenes y que nunca los he encontrado crueles e injustos. Incluso así, me han parecido irracionales, por la sencilla razón que he aludido: comprueban los conocimientos del candidato en un momento de tiempo dado, y han de ser así, porque normalmente no se le permite quedarse más allá del período para el que ha recibido su beca. Racionalmente, por supuesto, no hay razón por la que alguien que escriba una respuesta floja sobre Rembrandt no tenga que saber muchísimo acerca de él al cabo de unas semanas. Aquellos de nosotros que tratamos de hacer avanzar nuestras especialidades preferimos las evaluaciones a los exámenes finales, ya que esas pruebas, ya sean pruebas de conducir o exámenes de lengua, indican sencillamente la forma en la que se encuentra el candidato, y no necesito decirles hasta qué punto se usan diversos tipos de evaluaciones en muchos sistemas educativos, aquí y en Estados Unidos. No sé cuántos de los que son necesarios para conseguir una licenciatura se pueden repetir.


Oficialmente, por así decir, la concesión de licenciaturas, o calificaciones, siempre ha sido la función dominante de las universidades. La necesidad de estas calificaciones es obvia en determinados campos como la medicina y el derecho, y posiblemente también en teología. En las humanidades propiamente dichas, su función me parece marginal. Es cierto que tanto los propios estudiantes como sus posibles empleadores las valoran como un indicador de mérito; ahorran un montón de tiempo a los seleccionadote y a menudo sirven como pasaporte para posteriores éxitos a afortunados que han conseguido un sobresaliente. Se habla mucho hoy día de esas oportunidades añadidas que una educación universitaria aporta a los graduados. No estoy seguro que esto se refiera al presente de modo tan indudable como ocurría en el pasado, pero si esas ventajas existen, sólo pueden proceder de la confianza de que goce la universidad que otorga el título. Hay muchas instituciones que otorgan títulos muy poco valorados; si otros sí se valoran en el mercado, su valor se debe seguramente a la calidad académica que sólo los profesores pueden juzgar y conservar.

Aquellos que quieren desplazar la balanza de las asignaturas de arte a cursos más relevantes vocacionalmente son obviamente críticos con esta confianza general en las humanidades. Quizá tengan razón al pensar que las solicitudes de empleo consideran demasiado los buenos títulos en cualquier disciplina como un indicador válido de las llamadas cualidades de la mente. Pero se equivocan si ignoran el hecho de que estudiar un tema de arte bajo la supervisión de un buen profesor puede y debe ser una experiencia enriquecedora, incluso para aquellos a los que no les interesa profundizar en el tema. La vida, después de todo, es a menudo triste, y es una crueldad bárbara querer desprender a nuestros jóvenes de esa fuente de fuerza, de la inspiración que pueden encontrar durante toda su vida gracias a ese contacto vivificante con las obras maestras del arte, la literatura, la filosofía y la música, sea cual fuere lo que su futuro empleo o desempleo les demande. Supongo que es eso precisamente lo que los organizadores de esta Conferencia de Educación del Norte de Inglaterra querían decir con Educación por la humanidad.

Incluso así, no olvidemos que la estructura de exámenes y títulos que hemos heredado no es otorgada por Dios ni universal. No puede siquiera jactarse de tener una edad venerable. Se generalizó a mediados del siglo pasado, y he leído que aún en 1888 varios cientos de profesores, maestros y personas firmaron en Inglaterra un escrito de protesta diciendo que la educación estaba siendo sacrificada a los exámenes7. Creo que yo habría estado entre los firmantes. Una de mis razones habría sido la convicción de que el sistema de exámenes perjudica al programa de estudios y parcela la especialidad en fragmentos claramente examinables de períodos especiales y textos determinados. Por muy bien que entrenemos al estudiante en uno de esos temas, olvidamos demasiado fácilmente en el proceso lo limitadas que son las asignaturas si podemos darlas así por superadas. Sospecho que se puede obtener un sobresaliente en historia del arte sin haber visto nunca una pintura china ni un templo griego. Habiendo pertenecido a varios comités de estudios, he experimentado lo difícil que es algunas veces que se admita una asignatura nueva; es lógico, pues una vez que se ofrece un curso, éste ha de ser tripulado, por así decir, lo que crea serias dificultades administrativas y de personal. La verdad, pienso que la flexibilidad que lord Flower ha recomendado en general requiere también una reconsideración del sistema de exámenes de humanidades. Sé que esas limitaciones no pueden aplicarse a los estudios de posgrado, pero cuanto mejor enseñemos a los pregraduados, más probable será que se formen y fijen sus intereses de modo que puedan, y consigan, querer seguir en el campo que han estado estudiando.

La tranquilizadora certeza de que mis palabras seguramente no influirán en los hechos me ha animado a especular sobre lo que yo haría para promover el avance de las humanidades sin aumentar necesariamente el gasto. Eliminaría la barrera entre el primer y el segundo grado, entre pregraduados y posgraduados, una barrera que está muy marcada en Estados Unidos, pero que es desconocida en muchos otros sistemas de educación superior. En lugar de ello, propondría una distinción entre el aprendizaje de técnicas y la utilización de técnicas. El año o años iniciales se dedicarían a la adquisición de técnicas que el estudiante tuviera que utilizar más tarde si ha de avanzar en su disciplina. No es necesario decir que la primera y principal de las herramientas técnicas que han de usarse en las humanidades son los idiomas, incluyendo el dominio de la lengua materna y, si fuera posible, de las lenguas clásicas. El latín en particular ha sido el medio de comunicación en la República de las Letras durante tanto tiempo que la ignorancia de esa lengua hace francamente difícil la interpretación y comprensión de las creaciones de otros tiempos y otras culturas, y eso, tal como yo lo veo, debe ser siempre uno de los principales fines de la humanidad.

No estoy simplemente defendiendo el conocimiento de idiomas a causa del acceso que abre a los estudiantes ante un mayor abanico de literaturas: los idiomas son los depositarios más importantes de todas las culturas. Al adquirir su vocabulario, también nos vemos obligados a reflexionar en sus modos de pensar, sus ideas dominantes y su distancia de nuestros hábitos mentales. Nos hacen ver nuestra propia lengua en estéreo. No estoy seguro de que un año en el extranjero o un laboratorio de idiomas pueda servir como sustituto de un curso verdaderamente propedéutico. Pero yo no haría de ninguna de estas técnicas una exigencia previa, aunque me temo que haría que su dominio fuese una condición para seguir estudiando más tarde. El primer período sería pues un período de trabajo muy intenso, y los estudiantes deberían dedicar a él todo su tiempo. Contrariamente a la charla superficial e irresponsable que se oye en estos días, no deberían perder el tiempo lavando platos ni conduciendo taxis; si tuviesen tiempo libre, deberían usarlo para leer libros o asistir a cursos más avanzados que les ayudasen a decidir qué temas quisieran estudiar si decidiesen graduarse.

Digo «si» porque pondría muy alto el nivel de las pruebas en la frontera entre los que aprendiesen técnicas y los que las usasen. No deseo parecer cínico si expreso el deseo de que la altura de esta barrera tendría también como resultado la ventaja añadida de reducir el número de estudiantes admitido a los cursos de humanidades. (Los que fueran excluidos tendrían la oportunidad de hacer otros estudios en los que el conocimiento de idiomas seguramente no les haría ningún daño.) El resultado de esta admisión tan selectiva les permitiría mantener una relación profesorado-estudiantes favorable y la práctica de tutorías individuales, tanto más cuanto que la ausencia de un programa de estudios y el gran abanico de posibilidades que elegir dispersaría a los estudiantes por todas las facultades de arte. Los que fueran admitidos deberían poder escribir pronto textos para seminarios basados en sus propias lecturas e investigaciones, lo que les iría dando derechos acumulativos a algún tipo de título que las autoridades acordasen. Podría ser, aunque no necesariamente, la graduación.

Al avanzar hacia este fin, el cruce de fronteras entre las así llamadas disciplinas se vería estimulado, pero no impuesto. Los estudiantes podrían utilizar sus conocimientos de latín para estudiar tanto a Erasmo como a Newton, con tal de que encontrasen a un profesor que estuviese dispuesto a guiarles y aconsejarles, y si no hubiera ninguno en una universidad, podrían ir a otra.

Se darán cuenta de que, lejos de ser muy utópico, este planteamiento refleja aspectos de la educación superior en diversas partes de Europa y Estados Unidos, excepto, repito, en la insistencia de una adquisición inicial de conocimiento de idiomas. Esto, que yo sepa, se está planeando ahora para un curso sobre cultura japonesa, donde la necesidad de este aprendizaje previo es más evidente, pero no más esencial, de lo que lo es para el estudio de nuestra propia cultura.

Me he descrito a mí mismo como algo desplazado, y ahora se darán cuenta de por qué he tenido que serlo. La Universidad de Viena, donde estudié entre1928 y 1933, gozaba de muy pocas de las características que llegué a conocer y apreciar cuando di por primera vez un curso en Londres en 1937. El principio que solía gobernar la educación superior en el continente de Europa, al menos en los países de habla alemana, se resumía en el eslogan Lehr- und Lernfreiheit, «libertad para enseñar y aprender». Sé lo trágica y criminalmente que este principio se traicionó poco después de que yo me graduase, y también conozco la carga de responsabilidad que hacía caer sobre el estudiante. Todos los que habían pasado el examen final del Gymnasium, el Matura, estaban destinados a ir a la universidad, y muchísimos lo hacían, ya que las tasas de ingreso eran mínimas. Es más, muchos más estudiantes que aquí vivían en sus casas y eran mantenidos por sus padres. Sólo si decidían cambiar de universidad, cosa que siempre eran libres de hacer, tenían que buscarse alojamiento y quizá otros medios de vida. Pero este espíritu de liberalidad tenía un alto precio. Nadie se sentía responsable del bienestar intelectual o espiritual de los estudiantes, y menos que nadie el personal académico, pues esa multitud de jóvenes libres de asistir a cualquier charla en cualquier facultad o especialidad rara vez tenía contacto alguno con los encumbrados y poderosos profesores.

Como mencioné en la Introducción a este volumen, había dos cátedras de historia del arte en Viena en mi época. Uno de los profesores, Joseph Strzygowski, atraía multitudes con sus brillantemente polémicas conferencias sobre las artes de prácticamente todo el mundo; el otro era un tranquilo erudito, Julius von Schlosser, cuyo recuerdo sigue aún vivo en nuestro ambiente, pero que hablaba sin muchas ganas a unos pocos devotos seguidores de los problemas e incertidumbres de nuestros estudios. Fue este sabio profesor de dudas el que escogí como guía y que finalmente me sometió, tras cinco años de estudios, al examen oral confusamente llamado Rigorosum. Yo estaba a solas con él en el aula, y después de que me pidiera que hablase de unas cuantas fotografías que había traído consigo, miró vagamente su reloj y dijo: «La verdad es que tendría que examinarle durante una hora, pero, después de todo, le conozco.» Tenía razón, no porque yo fuera muy buen estudiante, sino porque había oído al menos cinco de mis textos para el seminario sobre diversos temas y había leído y aceptado mi larga tesis doctoral. Créanlo o no, aquel Rigorosum fue el único examen formal sobre mi especialidad que llegué a hacer.

Cuando, muchos años más tarde, escribí el libro Arte e ilusión, decidí dedicárselo a tres de mis profesores. A menudo me siento obligado a pensar en su dedicación cuando oigo la estridente charla sobre la educación superior que nos rodea. El gran estudioso de arte griego Emanuel Loewy, a cuyas clases y seminarios tuve la suerte de asistir, tenía 71 años cuando entré en la universidad y acababa de volver a su Viena natal procedente de Roma, donde había disfrutado de una respetada posición. Schlosser tenía 67 años cuando me gradué, y dada su falta de entusiasmo por las clases, ya hacía tiempo que había pedido el retiro. Ernst Kris, el tercero de mi dedicatoria, no era un profesor de universidad, sino un hombre de museo. Por tanto, dudo mucho de si en las condiciones que actualmente prevalecen y en las que en el futuro amenazan a las humanidades, podría yo haber aprendido algo. No puedo imaginar que me hubieran ofrecido aquel contrato y haber aceptado las obligaciones que mencioné al principio.

No me detendría en estas reflexiones personales si mi propia y limitada experiencia no me sugiriera que, en el campo de las humanidades, la enseñanza y el aprendizaje son asuntos muy personales que no pueden ser gobernados por una equiparación burocrática. Aunque sirva para esas «vocacionalmente relevantes formas de estudio», como los cursos tecnológicos, científicos y de ingeniería, nuestro compromiso como humanistas no puede ser circunscrito y valorado por departamentos gubernamentales.

De hecho, aunque he hablado acerca del marco de nuestras instituciones e incluso sugerido cambios radicales, estoy convencido de que todos los sistemas pueden hacer que los humanistas sean capaces y estén deseosos de desarrollar sus materias. Aquellos de nosotros que estamos en contacto con colegas de todas partes del mundo daremos testimonio de la universalidad de nuestra búsqueda. Es cierto que muchos de ellos tienen una historia parecida que contar acerca de la parsimonia corta de vista y de la interferencia del gobierno. Desgraciadamente, esto no sorprende. Hablando en general, el gobierno debería mantener un equilibro entre dos intereses legítimos: los del ciudadano que paga sus impuestos y los del ciudadano como padre. El portavoz de los que pagan sus impuestos insiste en que el gasto en educación debe mantenerse en el mínimo, y que el coste debería al menos ser recuperado por los beneficios que la economía puede esperar al enseñar a los estudiantes «especialidades vocacionalmente relevantes». Los ciudadanos como padres –tal como hace poco hemos vuelto a experimentar8-- dicen a sus representantes en el Parlamento que se aseguren de que al menos sus retoños obtengan los privilegios sociales que ellos relacionan con la educación. Para mediar entre estas tendencias conflictivas, se adopta el principio, al menos sobre el papel, de que aquellos que puedan beneficiarse deben sin duda ser admitidos.

No quiero criticar esta fórmula o sus variantes, aunque las encuentro deprimentemente vagas. En cualquier caso, recordarán ustedes que he abogado por que se tenga otro interés, el de las materias que hemos de enseñar en humanidades y en otras actividades semejantes. Si creemos en la educación para la humanidad, tenemos que estar seguros de nuestras prioridades y proporcionarles posibilidades a aquellos de entre los jóvenes que no sólo se van a beneficiar a sí mismos, sino también al avance de las artes y las ciencias, que nos sobrevivirán si es que nuestra civilización sigue adelante. Sería insensato dar esto por supuesto. Se sabe de civilizaciones que han desaparecido.

A los que tienen en las manos las cuerdas de la bolsa les gusta repetir que «El que paga al músico elige la canción». Que nunca olviden que en una sociedad totalmente dedicada a los conocimientos prácticos, puede que no haya músicos y que los que elijan la canción pueden encontrarse con el silencio. Y una vez que los músicos se hayan ido, puede que nunca se les vuelva a oír.


1 Era sir John Pope-Hennessy.

2 Sir Keith Joseph fue secretario de estado para la Educación desde 1981 hasta 1986. Su charla «¿Por qué enseñar historia en la escuela?» fue pronunciada en la Conferencia de la Asociación Histórica en Londres, 10 de febrero de 1984, y publicada en The Historian, primavera 1984.

3 University Grants Committee, Circular Letter, 16/1983, punto 15.

4 Carta de la Academia Británica, 25 de marzo de 1984.

5 «The Future of the University», respuesta de la AUT al cuestionario del UGC, abril de 1984.

6 Véase su Commemoration Address en el Imperial College of Science, 25 de octubre de 1984.

7 Publicado en The Nineteenth Century, noviembre de 188, págs. 617-623; véase R. A. C. Oliver, «Education and Selection» en S. Wiseman, ed., Examinations and English Education, Manchester, 1961.

8 Una propuesta para aumentar las tasas estudiantiles se encontró con una oposición tal en aquel momento que tuvo que ser retirada.